Una de las tendencias educativas más representativas del siglo XXI es la de enseñarle a los jóvenes a ser líderes. A 200 años de la Primera Revolución Industrial, la memoria del trabajador sin facultad, ni poder sobre su propio destino aún pesa sobre nosotros.
Al entrar en la década del 2000 nuestra agenda era clara, enterrar la idea del “patrón”, despedir a los jefes e instaurar en su lugar líderes. Esta nueva figura de cooperación y no de mando, nos llevaría al mañana.
Líderes como Steve Jobs, Elon Musk y Mark Zuckenberg han forjado nuestra realidad social y económica de la misma forma que David Rockefeller, Andrew Carnegie y John Jacob Astor lo hicieron en la era de oro de los jefes.
Recientemente Musk atribuyó la clave de su éxito a trabajar 120 horas a la semana, política que extiende también a sus empleados, quienes más de una vez lo han hecho blanco de los medios debido las condiciones insatisfactorias de trabajo en sus empresas.
Gracias al modelo del emprendedor magnate, se ha propagado la idea de que el liderazgo es el camino al éxito, que no hay mejor jefe que uno mismo. La gran mayoría de los CEO de grandes empresas basan su discurso en la motivación, y su estrategia en convencernos de que todos podemos lograrlo, y todos debemos intentarlo si queremos una vida mejor.
“Si no trabajas por tus sueños alguien te contratará para que trabajes por los suyos”, la frase más célebre del escritor y orador motivacional Tony Gaskins, le ha dado la vuelta al mundo como un grito de guerra para los que buscan rebelarse contra la vida de empleado e impulsar su propio negocio.
El destino de estos valientes no es alentador en todos los casos ya que el promedio de vida de una empresa nueva es tan solo de aproximadamente siete años. Miles de PYMES en México cierran en menos tiempo, de dos a cinco años, por cuestiones como un mal plan de negocio, gerencia ineficiente o problemas financieros.
Si liderazgo es todo lo que necesitamos para triunfar, ¿por qué hay empresas que no lo logran? Pareciera que preguntarnos lo que falta en esta ecuación podría llevarnos a la solución que buscamos, pero el problema es lo que sobra, y aunque parezca ilógico, lo que sobra es precisamente liderazgo.
Es claro que las funciones de un líder son las de motivar, evaluar, dirigir y coordinar esfuerzos, pero si todo el mundo está haciendo eso, ¿quién está haciendo el producto que hay que evaluar? ¿Quién realiza los esfuerzos que hay que dirigir?
Vivimos en una cultura que glorifica la superioridad; en ausencia de jefes, los líderes, aún si queremos verlos como servidores y habilitadores más que figuras de autoridad, siguen siendo la posición más alta de nuestro sistema, por lo que idealizamos su trabajo y descartamos el de aquellos que los hacen líderes y los mantienen como tal.
Mark Zuckerberg no desarrolla él solo todos los aspectos de su plataforma y compañía, aún así es el único al que se conoce a nivel global por el logro económico, empresarial y digital que representa Facebook. Si él no estuviera, la compañía sufriría grandes pérdidas y esto se vería reflejado en su plataforma digital.
Pero si sus contadores cometieran un error la empresa podría quebrar, o si ninguno de sus gerentes supiera de trato humano, no podrían retener personal y eventualmente cerrarían el negocio. Un líder toma las decisiones importantes, pero si las personas que trabajan en equipo con el líder no están o no hacen bien su trabajo, simplemente no habría nada que decidir.
El liderazgo es necesario para darle un rumbo al trabajo coordinado de un grupo de personas, es un trabajo difícil, valioso y gratificante; pero no es el único y no es más indispensable que el resto de las tareas que constituyen un proyecto exitoso.
Para asegurar el éxito de una empresa y un ecosistema laboral saludable, más que líderes hacen falta expertos, intermediarios, administradores, trabajadores de todos los niveles. Líderes hay y seguiremos teniendo, lo que necesitamos ahora es valorar el trabajo de los que hacen todo lo demás.
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