Hace unos años, cuando era profesor en la Universidad de Yale, les di un anuncio a mis estudiantes: dije que iba a tener que cancelar mis horas de tutoría ese día porque estaba lidiando con algunos problemas personales y un amigo vendría a ayudarme a solucionarlos.
No di más detalles, pero, esa misma tarde, diez o quince estudiantes me enviaron correos electrónicos para decirme que me llevaban en sus pensamientos o en sus oraciones. A partir de ese momento, cambió el tono del seminario para el resto del semestre. Nos habíamos acercado. Esa mínima muestra de vulnerabilidad significó que ya no era el reservado profesor Brooks, ahora era solo un tipo más que intentaba sortear las dificultades de la vida.
Ese momento espontáneo me reveló la conexión entre las relaciones afectivas y el aprendizaje. Solíamos considerar que la interacción entre razón y la emoción era en una especie de subibaja. Si querías ser racional y pensar con claridad, debías reprimir a las emociones, cuales duendecillos primitivos. La enseñanza consistía en descargar el conocimiento sin emoción en los cerebros de los estudiantes.
Después el trabajo de científicos cognitivos como Antonio Damasio nos mostró que la emoción no es contraria a la razón, sino que es esencial para ella. Las emociones confieren valor a las cosas. Si no sabes lo que quieres, no puedes tomar buenas decisiones.
Además, las emociones te indican a qué debes prestar atención, lo que debe importarte y lo que debes recordar. Es difícil superar la adversidad si tus emociones no están en sintonía. La información abunda, pero la motivación escasea.
Ese primer descubrimiento neurocientífico nos hizo recordar que una de las finalidades clave de una escuela es mostrarles a los alumnos nuevas cosas por las cuales apasionarse: un campo de estudio emocionante o nuevos amigos con intereses similares. Nos recordó que las enseñanzas reales de los profesores son las que imparten con su ejemplo: su pasión contagiosa por su materia y quienes la estudian. Nos recordó que los niños aprenden de las personas a las que aman, y que el amor en este contexto significa desear el bien para el otro y postular que haya un cuidado íntegro hacia la persona.
A lo largo de los últimos años, nuestro entendimiento de la relación entre las emociones y el aprendizaje ha prosperado. En mi opinión, en la actualidad, los neurocientíficos invierten menos tiempo en tratar de localizar el punto exacto del cerebro en el que suceden las cosas y más en intentar comprender las distintas redes neuronales que existen y lo que las activa.
Todo está integrado. Mary Helen Immordino-Yang, de la Universidad del Sur de California, muestra que incluso las emociones “sofisticadas”, como la admiración moral, en cierta medida se experimentan en las mismas partes “primitivas” del cerebro que monitorean los órganos internos y las vísceras. Nuestras emociones literalmente afectan las partes más profundas de nuestro ser.
Patricia Kuhl, de la Universidad de Washington, ha demostrado que el cerebro social es parte de todos los procesos de aprendizaje. Les dio clases de chino a niños y algunos de ellos tomaron lecciones cara a cara con un tutor. Su cerebro social se activó porque hacían contacto visual directo y tenían otros vínculos directos; aprendieron los sonidos del idioma a un ritmo impresionante. Otros vieron las mismas lecciones por medio de videos en una pantalla. Estuvieron absortos en la clase, pero prácticamente no aprendieron nada.
Las emociones muy negativas, como el miedo, también pueden tener un impacto sobre la capacidad de aprendizaje de un alumno. El miedo amplifica la percepción de amenazas y la agresión. Como consecuencia, también puede dificultarles a los niños entender las relaciones causales o cambiar de opinión si se modifica su contexto.
Incluso cuando las condiciones son ideales, considera todas las emociones que conlleva dominar una materia difícil como el álgebra: curiosidad, entusiasmo, frustración, confusión, temor, gozo, preocupación y, con suerte, perseverancia y alegría. Es necesario tener un vocabulario emocional ilustrado para navegar todas esas etapas.
Además, los estudiantes deben tener una buena relación con sus maestros. Suzanne Dikker de la Universidad de Nueva York ha revelado que cuando las clases son efectivas, la actividad cerebral del estudiante se sincroniza con la del profesor. En las buenas y en las malas, los buenos maestros y los buenos alumnos se regulan entre sí.
El punto fundamental es que una pregunta definitoria para toda escuela o empresa debe ser: ¿qué calidad tienen las relaciones afectivas que entablamos aquí?
Pero piensa en tu propia escuela o compañía. ¿Ahí cuentan con algún método para medir la calidad de las relaciones? ¿Tienen equipos encargados de supervisar la calidad relacional? ¿Saben dónde se cultivan las buenas relaciones y dónde se originan las malas? ¿Cuántas de sus dinámicas de reforma educativa más recientes han girado en torno al establecimiento de vínculos?
Nos enfocamos en las cosas equivocadas porque tenemos una percepción anticuada de cómo funciona el pensamiento.
La buena noticia es que el movimiento a favor del aprendizaje social y emocional está ganando fuerza de manera constante.
A mediados de enero, el Instituto Aspen (donde dirijo un programa) publicó un informe titulado De una nación en riesgo para una nación con esperanza, sobre Estados Unidos. Durante el lanzamiento del reporte, un educador dijo que el aprendizaje social y afectivo no debe tratarse de un agregado al currículo escolar, más bien, puntualizó: “Es la forma de educar”. Por ejemplo, algunas escuelas no otorgan ninguna instrucción académica durante la primera semana. Para empezar, todos simplemente se conocen. Otras escuelas remplazaron a los policías de la entrada por oficiales de seguridad que también pueden fungir como contacto de los alumnos.
Cuando empezamos a pensar así se abre una amplia variedad de posibilidades de cambio. ¿Cómo diseñarías una escuela si quisieras que su base fuera la calidad relacional? De hecho, pensemos también de una vez: ¿cómo diseñarías un congreso?